Bien, pues — si tenéis el coraje de perseverar como discípulas escogidas —, he aquí que os señalo la tarea que debéis cumplir para justificar vuestra elección y presencia conmigo y con los santos del Señor.
Mucho podéis hacer en ayuda de vuestros semejantes y de los ministros del Señor. Ya se lo dejé entrever a María de Alfeo hace muchos meses. ¡Cuánta necesidad de la mujer ante el altar de Cristo! Una mujer puede — mucho más y mejor que el hombre — tratar las infinitas miserias del mundo, que luego pasarán al hombre para su completa curación. Se os abrirán muchos corazones, especialmente femeninos, a vosotras, mujeres discípulas; los acogeréis como a amados hijos extraviados que vuelven a la casa paterna y que no tienen el coraje de ponerse ante su padre; infundiréis nueva fuerza al culpable, aplacaréis al que condena. Muchos se acercarán a vosotras buscando a Dios: los acogeréis como a fatigados peregrinos, diciendo: “Ésta es la casa del Señor, Él vendrá en seguida”, y, entretanto, los circundaréis de vuestro amor: si no llego Yo, llegará un sacerdote mío.
La mujer sabe amar, está hecha para el amor. Envileció, sí, el amor haciéndolo deseo del sentido, pero, en el fondo de su carne, atrapado vive aún el verdadero amor, la gema de su alma: el amor que no sabe del lodo acre del sentido, el amor hecho de alas y perfumes angélicos, de llama pura, de recuerdos de Dios y de su procedencia de Dios, de recuerdos de que es obra creada por Él. La mujer es la obra maestra de la bondad junto a la obra maestra de la creación, que es el hombre: “Que tenga Adán ahora una compañera para que no se sienta solo”. La mujer no debe abandonar a Adán. Aprovechad, pues, esta facultad de amar. Amad con ella al Cristo y, por Él, al prójimo.
Sed plena caridad para con los culpables arrepentidos; decidles que no tengan miedo de Dios. ¿Cómo no habríais de saber hacerlo vosotras, que sois madres y hermanas? ¡Cuántas veces vuestros pequeñuelos, vuestros hermanitos, estuvieron enfermos y tuvieron necesidad del médico! Y tenían miedo. Pero vosotras, con caricias y palabras de amor, les quitasteis el miedo; y ellos, con su manita en la vuestra, recibieron vuestros cuidados, perdido ya el terror que tenían. Los culpables son vuestros hermanos e hijos enfermos que temen la mano del médico y su sentencia... No, no ha de ser así; vosotras que sabéis lo bueno que es Dios decid que Dios es bueno y que no hay que tenerle miedo. A pesar de que, en tono firme y tajante, dirá: “No volverás a hacer esto jamás”, no arrojará de su presencia a aquel que consumó el hecho y enfermó, sino que le asistirá para curarle.
Sed madres y hermanas con los santos, que también necesitan amor. Ellos se fatigarán, se consumirán en la evangelización. Los desbordará la cantidad de cosas que tendrán que hacer. Ayudadlos vosotras con discreción y diligencia. La mujer sabe trabajar, en la casa, sirviendo a las mesas, con las camas, en los telares y en todo aquello que es necesario para la vida cotidiana. El futuro de la Iglesia será un continuo dirigirse de los peregrinos a los lugares de Dios; sed vosotras sus pías hospederas, asumiéndoos los trabajos más humildes para dejar libres a los ministros de Dios para continuar la obra del Maestro.
Vendrán tiempos difíciles, sangrientos, crueles. Los cristianos — incluso los santos — vivirán horas de terror, de debilidad. El hombre no es nunca muy fuerte en el sufrimiento; en cambio, la mujer posee respecto al hombre esta verdadera regalidad del saber sufrir: enseñad esta cualidad al hombre, sosteniéndole en estas horas de temor, de abatimiento, de lágrimas, de cansancio, de sangre. En nuestra historia tenemos ejemplos de magníficas mujeres que supieron cumplir actos de audacia liberadora. Tenemos a Judit, a Yael. De todas formas — debéis creerlo — ninguna es mayor, por ahora, que la madre ocho veces mártir (siete en sus hijos y una en sí misma) del tiempo de los Macabeos. Pero ha de venir otra, a la que seguirán muchas mujeres heroínas del dolor y en el dolor, consuelo de mártires, mártires ellas mismas, ángeles de los perseguidos; mujeres que, cual mudas sacerdotisas, predicarán a Dios con su modo de vivir y que, sin más consagración que la recibida del Dios-Amor, serán verdaderamente personas consagradas y dignas de serlo.