Jesús dice luego:
«No te voy a comentar el Evangelio en el sentido en que lo hacen todos. Voy a ilustrarte los preliminares del pasaje evangélico.
¿Por qué dormía Yo? ¿No sabía, acaso, que la borrasca estaba llegando? Sí, Yo lo sabía, Yo sólo lo sabía. Y entonces, ¿por qué dormía?
Los apóstoles eran hombres, María; animados, sí, de buena voluntad, pero todavía muy “hombres”. El hombre se cree siempre capaz de todo. Y si se da el caso de que realmente sea hábil en algo, se envanece y se llena de apego a su “habilidad”.
Pedro, Andrés, Santiago y Juan eran buenos pescadores y, por tanto, se creían insuperables en las maniobras marineras. Yo, para ellos, era un gran “rabí”, pero no valía nada como marinero. Por ello, me juzgaban incapaz de ayudarlos, y, cuando subían a la barca para atravesar el Mar de Galilea, me rogaban que estuviera sentado porque no era capaz de nada más. También lo hacían por afecto, porque no querían darme trabajos físicos, si bien el apego a sus capacidades era el elemento más importante.
María, Yo sólo me impongo en casos excepcionales. Generalmente os dejo libres y espero. Aquel día, cansado como estaba y habiéndome solicitado que descansara, o sea, que les dejase actuar a ellos — a ellos que tan duchos eran — me puse a dormir... y a constatar cómo el hombre “es hombre” y quiere actuar por sí solo, y no percibe que Dios no pide sino ayudarle. Veía en esos “sordos espirituales”, “ciegos espirituales”, a todos los sordos y ciegos del espíritu que durante siglos y siglos acarrearían su propia ruina por querer “actuar por sí solos”, teniéndome a mí, abierto a sus necesidades, en espera de su llamada pidiendo ayuda.
Cuando Pedro gritó: “¡Sálvanos!”, mi amargura descendió como una piedra por su propio peso.
Yo no soy “hombre”, soy el Dios-Hombre. No actúo como vosotros, que, cuando uno ha rechazado vuestro consejo o ayuda y luego le veis en problemas, aunque no seáis tan malos que os alegréis de ello, sí lo sois siempre en cuanto que os le quedáis mirando desdeñosamente y con indiferencia — y no os conmovéis ante su grito que pide ayuda — con grave ademán que significa: “¿No me has aceptado cuando te quería ayudar? Pues ahora arréglatelas solo”. No, Yo soy Jesús, soy Salvador, y salvo, María; salvo siempre, en cuanto se me invoca.