Jesús no se muestra desabrido nunca, ni siquiera en los momentos más desagradables por algún hecho que le haya sucedido; se le ve, por el contrario, siempre majestuosamente digno, y comunica esta dignidad sobrenatural al lugar en que se mueve. Jesús no se muestra nunca jocoso, riéndose a mandíbula batiente, ni siquiera en los momentos de mayor alegría; tampoco quejumbroso, con expresión hipocondríaca, ni siquiera en los momentos de mayor desconsuelo.
Su sonrisa es inimitable. Ningún pintor podrá jamás representarla. Parece una luz que emanara de su corazón, luz radiante en las horas de mayor alegría por alguna alma que se redime o alguna otra que se acerca más a la perfección; es una sonrisa que yo diría rósea, cuando aprueba las acciones espontáneas de sus amigos o discípulos y goza de su presencia; una sonrisa —siguiendo en los colores— azul, angélica, cuando se inclina hacia los niños para escucharlos, adoctrinarlos o bendecirlos; modelada de piedad cuando observa alguna miseria de la carne o del espíritu; en fin, divina cuando habla del Padre o de su Madre, o mira y escucha a esta Madre purísima.
No puedo decir que le haya visto hipocondríaco ni siquiera en los momentos más angustiosos. En medio de las torturas de la traición sufrida, en medio de las angustias del sudor de sangre, en medio de los espasmos de la Pasión, aunque la tristeza sumerja el fulgor dulcísimo de su sonrisa, no es suficiente para borrar esa paz que parece diadema de paradisíacas gemas, fúlgida en su frente lisa, y que ilumina con su luz toda la divina persona. De la misma forma, no puedo decir que le haya visto alguna vez entregarse a alegrías desmedidas. No contrario a una franca carcajada si el caso lo requiere, vuelve enseguida a su honorable serenidad. Y cuando ríe rejuvenece prodigiosamente hasta asumir un rostro de joven de veinte años, y el mundo parece también rejuvenecer por su hermosa risa, franca, sonora, entonada.
Igualmente, no puedo decir que le haya visto hacer las cosas apresuradamente. Sea que hable, sea que se mueva, lo hace siempre con sosiego, si bien nunca es lento ni actúa con desgana. Quizás sea porque, siendo alto, puede dar pasos largos sin tener por ello que correr para recorrer mucho camino, de la misma forma que puede alcanzar con facilidad objetos distantes sin tener necesidad para ello de levantarse. Lo cierto es que hasta en su modo de moverse es señorial y majestuoso.
¿Y la voz?… Va a hacer dos años que le oigo hablar, y, no obstante, algunas veces casi pierdo el hilo de lo que dice, de tanto como me abismo en el estudio de su voz. Y el buen Jesús, paciente, repite lo que ha dicho y me mira con su sonrisa de Maestro bueno, para no hacer que en los dictados resulten mutilaciones debidas a mi dicha de escuchar su voz, deleitarme en ella y estudiar su tono y hechizo. Pero, después de dos años, todavía no sé decir con exactitud qué tono tiene.
Excluyo en términos absolutos el tono de bajo, como también el de tenor ligero. Pero me queda siempre la duda de si se trata de una potente voz de tenor o de la voz de un perfecto barítono de gama vocal amplísima. Yo diría que es esto último, porque su voz adquiere a veces notas broncíneas, casi apagadas de tan profundas como son, especialmente cuando habla de tú a tú con un pecador para restablecerle en la Gracia, o señala las desviaciones humanas a las turbas; mientras que, cuando se trata de analizar y poner en el índice las cosas prohibidas y descubrir las hipocresías, el bronce se hace más claro; y, cuando impone la Verdad y su voluntad, se hace cortante como el impacto de un rayo; adquiere canto de lámina de oro golpeada con martillo de cristal, cuando se eleva para celebrar la Misericordia o para exaltar las obras de Dios; o envuelve de amor este timbre cuando habla con su Madre o de su Madre (verdaderamente esta voz suya entonces queda envuelta en amor, en amor reverencial de hijo, y de Dios cantando las alabanzas de su obra mejor). Este tono, si bien menos marcado, es el que usa para hablar a sus predilectos, a los convertidos o a los niños. Y no cansa nunca, ni siquiera en su más largo discurso, porque es una voz que reviste y completa el pensamiento y la palabra, poniendo de relieve su potencia o su dulzura, según las necesidades.
Y algunas veces me quedo con la pluma en la mano, escuchando, y luego vuelvo al pensamiento cuando va ya demasiado adelantado, imposible de ser aferrado… y ahí me quedo, hasta que el buen Jesús lo repite, como hace cuando me interrumpen, para enseñarme a soportar pacientemente las cosas o personas molestas (y se puede hacer usted una idea de cuán molestas me resultan cuando me apartan de la dicha de escuchar a Jesús…).