Has visto una casa pobre; una casa pobre — y esto es lo doloroso — en un país extranjero.
Muchos, sólo por el hecho de ser unos fieles “pasables”, que rezan y me reciben a mí bajo las especies eucarísticas, que rezan y comulgan por “sus” necesidades, no por las necesidades de las almas y para la gloria de Dios — porque es muy raro el que al orar no sea egoísta —, muchos, sólo por este hecho, esperan poder disfrutar de una vida material fácil al amparo del más mínimo dolor, de una vida próspera y feliz.
José y María me tenían a mí, Dios verdadero, como Hijo suyo, y, no obstante, no tuvieron ni siquiera ese mínimo bien de ser pobres en su patria, en el país donde se los conocía; donde, por lo menos, tenían una casita “suya” y al menos la preocupación del alojamiento no añadía angustia a las muchas otras, en el país en que, por ser conocidos, habría sido más fácil encontrar trabajo y proveer a las necesidades de la vida. Son dos expatriados precisamente por tenerme a mí. Un clima distinto, un país distinto — ¡y tan triste respecto a los dulces campos de Galilea! —, lengua distinta, costumbres distintas, allí, entre una gente que no los conocía y que, como es normal entre los pueblos, desconfiaba de expatriados y desconocidos.
Les faltaban los queridos y cómodos muebles de “su” casita, y esas otras muchas cosas, humildes pero necesarias, que allí había y que entonces no parecían tan necesarias, mientras que aquí, rodeados de esta nada, habrían parecido incluso bonitas (como lo superfluo que hace deliciosas las casas de los ricos). Sentían la nostalgia de la tierra y de la casa, y la preocupación de esas pobres cosas dejadas allí, de la huertecita que quizás ninguno cuidaría, de la vid y de la higuera y de las otras plantas útiles. Les apremiaba la necesidad de conseguir el alimento cotidiano, el vestido, el fuego todos los días; y la necesidad de atenderme a mí, un Niño, al cual no se le podía dar la comida que a sí mismo uno puede darse. Y tenían el corazón lleno de pesares: por las nostalgias, la incógnita del mañana, la desconfianza de la gente, reacia como es, especialmente en los primeros momentos, a acoger ofertas de trabajo de dos desconocidos.
Y a pesar de todo, ya has visto cómo en esta morada se respira serenidad, sonrisa, concordia; y cómo, de común acuerdo, se trata de embellecerla — incluso la mísera huertecita — para que se asemeje más a la que han dejado y para hacerla más confortable. Y cómo en ellos hay un solo pensamiento: hacerme esa tierra menos hostil, a mí, Santo; hacerme esa tierra menos mísera, a mí, que vengo de Dios. Es un amor de creyentes y de padres, que se manifiesta en mil cuidados, que van desde la cabrita — comprada con muchas horas extra de trabajo — hasta los juguetitos tallados en la madera que sobraba, o hasta esa fruta cogida sólo para mí, negándose a sí mismos un bocado.
¡Oh, amado padre mío de la Tierra, cuánto te ha querido Dios, Dios Padre en las Alturas; Dios Hijo, que se ha hecho Salvador, en la Tierra!
En esta casa no hay nerviosismos, caras largas o sombrías, como no hay tampoco el echarse en cara recíprocamente nada, y mucho menos a Dios, que no los ha colmado de bienestar material. José no acusa a María de ser causa de su incomodidad, como tampoco María acusa a José de no saberle dar un mayor bienestar. Se aman santamente, eso es todo, y, por tanto, su preocupación no es el propio bienestar, sino el del cónyuge. El verdadero amor no conoce egoísmo. El verdadero amor es siempre casto, aunque no sea perfecto en la castidad como el de los dos esposos vírgenes. La castidad unida a la caridad conlleva todo un bagaje de otras virtudes y, por tanto, hace, de dos que se aman castamente, dos cónyuges perfectos.
El amor de mi Madre y de José era perfecto. Por tanto era impulso de todas las virtudes, especialmente de la caridad para con Dios, que en todo momento era bendecido, a pesar de que su santa voluntad resultase penosa para la carne y para el corazón; era bendecido porque por encima de la carne y del corazón, en estos dos santos, vivía y dominaba más intensamente el espíritu, el cual magnificaba agradecido al Señor por haberlos elegido para ser los custodios de su eterno Hijo.