Un grupo de hombres, en un ángulo, habla en voz baja; divididos como están en distintas tendencias, gesticulan y se acaloran. Algunos se muestran acusadores de Jesús; otros, defensores; y otros exhortan a éstos y a aquéllos a tener un juicio más maduro.
Al final, los más obstinados, quizás porque son pocos respecto a los otros dos grupos, se deciden por una tercera vía: van a donde Pedro, que está transportando junto con Simón las camillas — que ya no hacen falta — de tres de los curados, y le asaltan avasalladoramente dentro de la vasta habitación, que ha quedado transformada en hospedería de los peregrinos. Dicen: «Hombre de Galilea, escucha».
Pedro se vuelve y los mira como a unos bichos raros. No habla, pero su cara es todo un poema. Simón sólo lanza su mirada hacia los cinco energúmenos, y sale, dejándoles plantados a todos.
Uno de los cinco continúa diciendo: «Yo soy Samuel, el escriba; éste es el otro escriba, Sadoq; y éste es el judío Eleazar, muy conocido e influyente; y éste, el ilustre anciano Calasebona; y éste, finalmente, Nahúm. ¿Entendido? ¡Nahúm!» (y, por si fuera poco, el tono es enfático).
Pedro se inclina ligeramente según va oyendo estos nombres, pero, al oír el último, se queda a mitad de camino, y dice con la mayor indiferencia: «No lo sé, nunca le he oído, y... no entiendo nada».
«¡Vulgar pescador! ¡Has de saber que es el fiduciario de Anás!».
«No sé quién es; bueno, conozco a muchas mujeres de nombre Ana; incluso en Cafarnaúm hay un montón de Anas, pero no sé de qué Ana éste es fiduciario».
«¿Éste? ¿A mí se me dice: “éste”?».
«Y entonces, ¿cómo quieres que te llame?: ¿asno? ¿pájaro? Cuando iba a la escuela, me enseñó el maestro a decir “éste” hablando de un hombre, y, si no veo visiones, tu eres un hombre».
El hombre se revuelve como torturado por esas palabras. El otro, el primero que ha hablado, aclara: «Anás es el suegro de Caifás…».
«¡Aaaah!... ¡¡¡Ahora entiendo!!! ¿Y bien...?».
«¡Pues que has de saber que nosotros estamos indignados!».
«¿Con qué? ¿Con el tiempo? Yo también. Es la tercera vez que me cambio y ya no tengo más ropa seca».
«¡No seas necio!».
«¿Necio? Pero si es verdad; si no estáis indignados con el tiempo, entonces, ¿con qué? ¿con los romanos?».
«¡Con tu Maestro! Con el falso profeta».
«¡Oye, tú, Samuel, ojo, que entro en acción, y entonces soy como el lago: de la calma chicha a la tempestad paso en un momento. Ten cuidado con lo que dices…».
En esto, han llegado también los hijos de Zebedeo y de Alfeo, y con ellos Judas Iscariote y Simón, y se arriman a Pedro que, por su parte, levanta cada vez más la voz.
«¡No tocarás con tus manos plebeyas a los grandes de Sión!».
«¡Oh, qué señoritos más majos! Y vosotros no me toquéis al Maestro, porque, si no, voláis al pozo, inmediatamente, a purificaros de verdad, por dentro y por fuera».
«Recuerdo a los doctos del Templo — dice serenamente Simón — que la casa es de dominio privado». Y agrega Judas Iscariote: «Y que el Maestro, y soy garante de ello, ha mostrado siempre hacia las casas de los demás, y en primer lugar hacia la casa del Señor, el máximo respeto. Hágase igual con su casa».
«Tú cállate, gusano falso».
«¡De qué, falso? Me habéis asqueado y me he venido donde no hay asquerosidades, ¡y Dios quiera que el haber estado con vosotros no me haya corrompido hasta lo más profundo!».