Entretanto, han llegado a la ciudad. Muchas otras personas se acercan mientras se dirigen a una de las casas.
«Escucha, Rabí. Tú, que eres sabio y bueno, resuélvenos una duda; de ello puede depender buena parte de nuestro futuro. Tú, que eres el Mesías — restaurador, por tanto, del reino de David—, debes sentir alegría de restablecer la unión, con el cuerpo del Estado, de este miembro desgajado; ¿no?».
«Me preocupo no tanto de reagrupar las partes separadas de una entidad caduca cuanto de conducir de nuevo a Dios a todos los espíritus, y me siento dichoso cuando restauro la Verdad en un corazón. Pero... expón tu duda».
«Nuestros padres pecaron. Desde entonces Dios detesta a las almas de Samaria. Por tanto, aunque siguiéramos la vía del Bien, ¿qué beneficios obtendríamos? Siempre seremos unos leprosos ante los ojos de Dios».
«Como todos los cismáticos, vuestro pesar es eterno; vuestra insatisfacción, perenne. Te respondo también con Ezequiel. “Todas las almas son mías”, dice el Señor — tanto la del padre como la del hijo—, pero morirá sólo el alma que haya pecado. Si un hombre es justo, si no es idólatra, si no fornica, si no roba y no practica la usura, si tiene misericordia de la carne y del espíritu de los demás, será justo ante mis ojos y tendrá vida verdadera. ¿Si un justo tiene un hijo rebelde, éste tendrá la vida por haber sido justo su padre? No, no la tendrá. Y, si el hijo de un pecador es justo, ¿morirá como su padre por ser hijo suyo? No; vivirá con eterna vida por haber sido justo. No sería justo que uno cargase con el pecado del otro. El alma que haya pecado morirá, la que no haya pecado no morirá. Pero, aun quien haya pecado podrá tener la verdadera vida si se arrepiente y se allega a la Justicia. El Señor Dios, el único y solo Señor, dice: “No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y tenga la Vida”. Para esto me ha enviado, ¡oh hijos errantes!, para que tengáis la verdadera vida. Yo soy la Vida. Quien cree en mí y en quien me ha enviado tendrá la vida eterna, aunque hasta este momento haya sido un pecador».
«Hemos llegado a mi casa, Maestro. ¿No sientes horror de entrar?».
«Sólo me produce horror el pecado».
«Entra entonces, haz aquí un alto en tu camino. Compartiremos el pan, y luego, si no te es molestia, nos distribuirás la palabra de Dios; dicha por ti tiene otro sabor... Nosotros tenemos aquí un tormento: el de no sentirnos seguros de estar en la verdad…».
«Todo se calmaría si os atrevierais a ir abiertamente a la Verdad. Que Dios hable en vosotros, ciudadanos. Pronto anochecerá. No obstante, mañana, a la hora tercera, os hablaré largamente, si lo deseáis. Idos y que la Misericordia os acompañe».