Baruc ora así: “Señor, míranos desde tu santa morada. Vuelve hacia nosotros tus oídos. Escúchanos. Abre tus ojos y piensa que no serán los muertos que están en los infiernos — cuyo espíritu está separado de sus entrañas — los que rindan honor y justicia al Señor, sino el alma afligida por la dimensión de las desventuras, que camina encorvada y débil, con los ojos hacia el suelo; el alma hambrienta de ti, ¡oh Dios!, es la que te rinde gloria y justicia”. Ésta es la oración que debéis tener en vuestros corazones humillados con noble humildad, que no es degradación e indolencia sino conocimiento exacto de la propia mísera situación y santo deseo de hallar el medio de mejorar espiritualmente.
Y Baruc llora humildemente, y todo justo debe llorar con él, viendo y nombrando con su verdadero nombre las desventuras que han hecho triste, dividido y vasallo a un pueblo fuerte. “No hemos hecho — dice — caso de tu voz y has cumplido las palabras que habías manifestado a través de tus siervos, los Profetas... Y han sacado de sus sepulcros los huesos de nuestros reyes y de nuestros padres, los han arrojado al ardor del sol, al crudo frío de la noche; los habitantes de la ciudad han muerto entre atroces dolores, de hambre, a espada, de peste. Has reducido al estado presente el Templo en que se invocaba tu Nombre, a causa de la iniquidad de Israel y Judá”.
No digáis, hijos del Padre: “Tanto nuestro Templo como el vuestro han surgido y resurgido y se yerguen espléndidos”. No. Un árbol abierto desde su ápice hasta sus raíces por un rayo no puede pervivir; podrá vegetar míseramente, presentar un conato de vida en algunos rebrotes que nazcan de raíces que se resistan a morir... no pasará de ser un conjunto de ramajes infructíferos; jamás volverá a ser opulento árbol de copiosos frutos sanos y delicados. Pues bien, el proceso de fragmentación incoado con la separación se acentúa cada vez más a pesar de que materialmente la construcción no parezca lesionada; antes bien, bella y nueva. Destruye las conciencias que en ella moran. Llegará la hora en que, apagada toda llama sobrenatural, le faltará al Templo — altar de precioso metal que para subsistir debe ser mantenido en continua fusión por el calor de la fe y de la caridad de sus ministros—, le faltará lo que constituye su vida; entonces, gélido, apagado, ensuciado, lleno de cadáveres, pasará a ser podredumbre acometida, para ruina suya, por cuervos llegados de otras regiones y por el alud del castigo divino.
Hijos de Israel, orad, llorando, conmigo, vuestro Salvador. Que mi voz sostenga las vuestras y penetre — pues mi voz tiene este poder — hasta el trono de Dios. Quien ora con el Cristo, Hijo del Padre, es escuchado por Dios, Padre del Hijo.
Elevemos la antigua, justa oración de Baruc: “Y ahora, Señor omnipotente, ¡oh Dios de Israel!, toda alma angustiada, todo espíritu henchido de ansiedad, eleva a ti su grito. Abre tus oídos, Señor, y ten piedad. Eres un Dios misericordioso; ten piedad de nosotros, porque hemos pecado en tu presencia. Eternamente, ocupas tu trono; ¿debemos nosotros perecer para siempre? Señor omnipotente, Dios de Israel, escucha la oración de los muertos de Israel y de sus hijos, que han pecado en tu presencia. Ellos no prestaron oídos a la voz del Señor su Dios. Se nos han adherido sus males. No te acuerdes de la iniquidad de nuestros padres; acuérdate, más bien, de tu poder y tu Nombre... Ten piedad, para que invoquemos este Nombre y nos convirtamos de la iniquidad de nuestros padres”.
Orad así y convertíos verdaderamente, volviendo a la sabiduría verdadera, que es la de Dios y se encuentra en el Libro de los mandamientos de Dios y en la Ley, que dura eternamente y que ahora Yo, Mesías de Dios, traigo de nuevo, en su simple e inalterable forma, a los pobres del mundo, anunciándoles la buena nueva de la era de la Redención, del Perdón, del Amor, de la Paz. Quien crea en esta palabra alcanzará vida eterna.