Escuchad ahora el espíritu de la parábola.
Tenemos cuatro tipos de campos: los fértiles, los espinosos, los pedregosos y los que están llenos de senderos. Tenemos también cuatro tipos de espíritus.
Por una parte, están los espíritus honestos, los espíritus de buena voluntad, preparados por esta misma buena voluntad y por la obra buena de un apóstol, de un “verdadero” apóstol. Porque hay apóstoles que tienen el nombre pero no el espíritu de apóstoles: su efecto sobre las voluntades que se están formando es más mortífero que los propios pájaros, espinos y piedras; con sus intransigencias, prisas, reprensiones y amenazas, trastocan todo, de tal forma, que alejan para siempre de Dios. Hay otros que, al contrario, por regar continuamente benevolencia desfasada, ajan la semilla en un terreno demasiado blando. Enervan, con su enervamiento, las almas que están bajo su custodia. Mas refirámonos a los verdaderos apóstoles, es decir, a los espejos límpidos de Dios: son paternos, misericordiosos, pacientes, y, al mismo tiempo, fuertes como su Señor. Pues bien, los espíritus preparados por éstos y por la propia voluntad se pueden comparar a los campos fértiles, exentos de piedras y zarzas, limpios de malas hierbas y cizaña; en ellos prospera la palabra de Dios; cada palabra — una semilla — produce una macolla y luego espigas maduras, y da en unos casos el cien, en otros el sesenta, en otros el treinta por ciento. ¿Entre los que me siguen hay de éstos? Sin duda. Y serán santos. Los hay de todas las castas, de todos los países, incluso gentiles hay (que darán también el cien por ciento por su buena voluntad; por ella únicamente, o también, además de por ella, por la de un apóstol o discípulo que me los prepara).
Los campos espinosos son aquellos en que la indolencia ha dejado penetrar espinosas marañas de intereses personales que ahogan la buena semilla. Es necesaria siempre una vigilancia sobre uno mismo; siempre, siempre... Nunca decir: “¡Ya estoy formado, he recibido ya la semilla, puedo estar tranquilo porque daré semilla de vida eterna!”. Es necesaria siempre una vigilancia: la lucha entre el Bien y el Mal es continua. ¿Alguna vez os habéis parado a observar una colonia de hormigas que se establece en una casa? Ya se las ve junto al hogar. La mujer ya no vuelve a dejar alimentos allí sino que los pone encima de la mesa; mas el olfato de las hormigas examina el aire y asaltan la mesa. La mujer pone los alimentos en el abaz, pero ellas pasan adentro a través de la cerradura. Entonces la mujer cuelga del techo esos alimentos, pero las hormigas recorren un largo camino por paredes y viguetas, bajan por la cuerda y comen. Entonces la mujer las quema, las envenena... y se queda tranquila creyendo que las ha destruido. ¡Ah, si no vigila, qué sorpresa! Ya salen las otras nuevas que han nacido... y vuelta a empezar. Esto durante el tiempo que dura la vida. Es necesario vigilarse para extirpar las plantas malas desde el primer momento en que aparecen; si no, harán un techo de zarzas y ahogarán el trigo. Los cuidados mundanos, el engaño de las riquezas, crean la maraña, ahogan la planta de la semilla de Dios y no dejan que llegue a hacerse espiga.
¿Y las tierras pedregosas?... ¡Cuántas hay en Israel!... Son las que pertenecen a los “hijos de las leyes” como muy acertadamente ha dicho mi hermano Judas. Estas tierras no tienen la piedra única del Testimonio; no, la piedra de la Ley, sino el pedregal de las pequeñas, pobres, humanas leyes creadas por los hombres; muchas, tantas, que con su peso han reducido a lascas incluso la piedra de la Ley. Se trata de un deterioro que impide completamente la radicación de las semillas. La raíz no tiene ya alimento. No hay tierra, no hay substancia. El agua, estancándose sobre el suelo de piedras, pudre; el sol se pone al rojo en esas piedras y quema las plantas tiernas. Son los espíritus de los que en lugar de la sencilla doctrina de Dios ponen complicadas doctrinas humanas. Reciben mi palabra hasta incluso con alegría; momentáneamente se sienten impresionados y seducidos por ella; pero luego... Sería necesario tener el heroísmo de trabajar duro para limpiar el campo, el espíritu y la mente de todo el pedregal de los oradores vacíos. Entonces la semilla echaría raíz y se haría una fuerte macolla. Sin embargo, así no es nada. Es suficiente un temor a represalias humanas, es suficiente la reflexión: “¿Y luego?, ¿qué respuesta voy a recibir de los poderosos?”, para que la pobre semilla, carente de alimento, languidezca. Es suficiente con que todo el pedregal se remueva con el sonido vano de los centenares de preceptos que han reemplazado al Precepto, para que el hombre perezca con la semilla recibida... Israel está lleno de ello. Esto explica por qué el ir a Dios está en razón inversa del poder humano.
Por último, las tierras surcadas de caminos, polvorientas, desnudas. Las de los mundanos, las de los egoístas. Su comodidad es su ley; su fin, gozar. No trabajar, sino vivir en la indolencia, reír, comer... En ellos reina el espíritu del mundo. El polvo de la mundanidad recubre el terreno y éste se hace arenoso. Los pájaros, o sea, el producto de su molicie, se lanzan hacia esos mil senderos que han sido abiertos para hacer más fácil la vida; luego el espíritu del mundo, o sea, el Maligno, picotea y destruye todas las semillas caídas en este terreno abierto a toda sensualidad y ligereza.