Juan, que ha notado que Jesús ha aminorado la marcha, sospecha que haya oído, y, acelerando el paso, pasando a dos o tres compañeros, se llega hasta Él, se pone a su lado y le llama: «¡Maestro!», dulcemente como siempre, y con esa mirada suya de amor, volviendo la cabeza hacia arriba, porque es más bajo y porque va hacia el centro del camino y, por tanto, fuera del ligero desnivel por el que todos marchan.
«¡Juan! ¿Me has alcanzado?». Jesús le sonríe.
Juan, estudiando con amor y preocupación su rostro para tratar de ver si ha oído, responde: «Sí, Maestro mío. ¿Me quieres contigo?».
«Siempre te quiero conmigo. A todos os querría tener al lado, ¡y con tu corazón! Pero, si sigues caminando por ahí, te acabarás de mojar».
«¡No me importa, Maestro! ¡Nada me importa, con tal de estar a tu lado!».
«¿Siempre quieres estar conmigo? Tú no piensas que soy imprudente y que puedo meteros en líos también a vosotros. ¿No te sientes ofendido porque no atiendo tus consejos?».
«¡Maestro! ¿Entonces has oído?» Juan está consternado.
«He oído todo. Desde las primeras palabras. De todas formas, no te aflijas. No sois perfectos. Lo sabía desde cuando os llamé. Y no pretendo que seáis perfectos rápidamente. Antes deberéis ser transformados de agrestes en delicados, con dos injertos…».
«¿Cuáles, Maestro?».
«Uno de sangre, otro de fuego. Después seréis héroes del Cielo y convertiréis al mundo, empezando por vosotros».
«¿De sangre? ¿De fuego?».
«Sí, Juan. La Sangre: la mía…».
«¡No, Jesús!». Juan le interrumpe con un gemido.
«Serénate, amigo. No me interrumpas. Sé tú el primero en escuchar estas verdades. Lo mereces. La Sangre: la mía. Ya sabes que para esto he venido. Soy el Redentor… Piensa en los Profetas. No omitieron ni una iota describiendo mi misión. Seré el Hombre descrito por Isaías. Y, cuando me desangren, mi Sangre os fecundará a vosotros. Pero no me limitaré a esto. Sois tan imperfectos, débiles, obtusos y miedosos, que Yo, glorioso al lado del Padre, os enviaré el Fuego, la Fuerza que procede de mi ser por generación del Padre y que vincula al Padre y al Hijo en una arra indisoluble, haciendo de Uno, Tres: el Pensamiento, la Sangre, el Amor. Cuando el Espíritu de Dios, o mejor, el Espíritu del Espíritu de Dios, la Perfección de las Perfecciones divinas, descienda sobre vosotros, vosotros dejaréis de ser lo que ahora sois. Seréis nuevos, potentes, santos… Pero para uno nula será la Sangre y nulo el Fuego. Porque la Sangre, para él, significará poder de condenación, y para toda la eternidad conocerá otro fuego, en el cual arderá, arrojando y tragando sangre, porque verá sangre en todos los lugares donde ponga sus ojos mortales o sus ojos espirituales, desde cuando haya traicionado la Sangre de un Dios».
«¡Oh, Maestro! ¿Quién es?».
«Lo sabrás un día. Ahora ignora. Y, por la caridad, no trates ni siquiera de indagar. La averiguación presupone sospecha. No debes sospechar de tus hermanos, porque la sospecha es ya falta de caridad».
«Me basta con que me asegures que no seremos ni yo ni Santiago los que te traicionemos».
«¡No, tú no! Y tampoco Santiago. ¡Tú eres mi consuelo, Juan bueno!» y Jesús le pone un brazo encima de los hombros y le arrima hacia sí, y prosiguen así unidos.