Llaman a la puerta. José atraviesa con paso rápido huerto y habitación, y abre.
«¡La paz sea con vosotros, Alfeo y María!».
«Y con vosotros. Paz y bendición».
Es el hermano de José con su mujer. Un rústico carro tirado por un robusto burro está parado en la calle.
«¿Habéis tenido buen viaje?».
«Sí, bueno. ¿Y los niños?».
«Están en el huerto con María».
Ya los niños venían corriendo a saludar a su mamá. También María está viniendo, trayendo a Jesús de la mano. Las dos cuñadas se besan.
«¿Se han portado bien?».
«Sí, muy bien, y han sido muy cariñosos. ¿La familia está toda bien?».
«Todos están bien. Nos han dado recuerdos para vosotros. De Caná os mandan muchos regalos: uvas, manzanas, queso, huevos, miel. Y... José, he encontrado exactamente lo que tú querías para Jesús. Está en el carro, en aquella cesta redonda». La mujer de Alfeo, sonriendo, se curva hacia Jesús, que la está mirando con unos ojos maravillados, abiertísimos; y le besa en esos dos pedacitos de azul y dice: «¿Sabes lo que he traído para ti? Adivina».
Jesús piensa, pero no adivina. Probablemente lo hace a propósito, para que José tenga la alegría de dar una sorpresa. En efecto, José entra trayendo consigo una cesta redonda. La deposita en el suelo a los pies de Jesús, desata la cuerda que está sujetando la tapadera, la levanta... y una ovejita toda blanca, un verdadero copo de espuma, aparece, dormida sobre un heno muy limpio.
«¡Oh!» exclama Jesús con estupor y beatitud, mientras hace ademán de echarse hacia el animalito, pero... no, se vuelve y corre adonde José, que aún está agachado, y le abraza y le besa dándole las gracias.
Los primitos miran con admiración al animalito, que ahora está despierto y alza su rosado morrito y bala buscando a su mamá. Sacan de la cesta a la ovejita y le ofrecen un manojo de tréboles. Ella come, mirando a su alrededor con sus mansos ojos.
Jesús repite una y otra vez: «¡Para mí! ¡Para mí! ¡Padre, gracias!».
«¿Te gusta mucho?».
«¡Oh, mucho! Blanca, limpia... una cordera... ¡oh!» y le echa sus brazitos al cuello a la ovejita, pone su cabeza rubia sobre la cabecita, y se queda así, satisfecho.
«También os he traído a vosotros otras dos» dice Alfeo a sus hijos. «Pero son de color oscuro. Vosotros no sois ordenados como lo es Jesús y, si hubieran sido blancas, las tendríais mal. Serán vuestro rebaño, las tendréis juntas, y así vosotros dos, golfos, no estaréis ya más por ahí por las calles tirando piedras».
Los dos niños van corriendo al carro para ver a estas otras dos ovejas, más negras que blancas.
Jesús por su parte se ha quedado con la suya. La lleva al huerto, la da de beber, y el animalito le sigue como si le conociera desde siempre. Jesús la llama. Le pone por nombre «Nieve». Ella responde balando jubilosa.
Los llegados ya están sentados a la mesa. María les sirve pan, aceitunas y queso. Trae también una ánfora de sidra o de agua de manzanas, no lo sé; veo que es de un color dorado muy claro.
Los niños juegan con los tres animales y ellos se ponen a conversar. Jesús quiere que estén las tres ovejas, para darles a las otras también agua y un nombre: «La tuya, Judas, se llamará “Estrella”, por el signo ese que tiene en la frente; y la tuya “Llama”, porque tiene un color como el de ciertas llamas de brezo lánguido».
«De acuerdo».
Los mayores dicen — es Alfeo el que habla —: «Espero haber resuelto así la historia de las peleas entre muchados. Tu idea, José, ha sido la que me ha iluminado. Dije: “Mi hermano quiere una cordera para Jesús, para que juegue un poco. Yo me llevo dos para esos golfos, para que estén un poco tranquilos y no tener siempre problemas con otros padres por cabezas o rodillas rotas. Un poco la escuela y un poco las ovejas, lograré tenerlos quietos”.