Y la visión sufre una interrupción... para continuar después, en el momento de la partida de Jesús para Jerusalén a los doce años.
Su figura es bellísima. Está tan desarrollado, que parece un hermano menor de su joven Madre (ya le llega a María a los hombros); su cabeza, rubia y ensortijada, de melena hasta más abajo de las orejas — ya no tiene el pelo corto, como en los primeros años de su vida — parece un casco de oro repleto de relucientes bucles laborados.
Va vestido de rojo, un bonito rojo de rubí claro: una túnica que le llega hasta los tobillos dejando ver sólo los pies, calzados con sandalias; es una túnica suelta, de mangas largas y amplias. En el cuello, en los bordes de las mangas y en la base, grecas tejidas con colores sobrepuestos, muy bonitas...
(al copiar la visión esperar al resto, que estará en el nuevo cuaderno).
20 de diciembre de 1944.
Veo el momento en que Jesús entra, acompañado de su Madre, en el — digámoslo así — comedor de la casa de Nazaret.
Jesús tiene doce años. Es un muchacho alto, bien formado, fuerte, aunque no gordo; parece, por su complexión, más adulto de lo que realmente es; le llega ya a su Madre a la altura de los hombros. Su rostro es todavía redondeado y rosado, es todavía el rostro de Jesús niño, rostro que, con el paso del tiempo, con la edad juvenil y viril, se habrá de alargar, y tomará un cromatismo indefinido, una tonalidad como la de ciertos alabastros delicados que tienden apenas al amarillo-rosa.
Sus ojos — también sus ojos — son todavía ojos de niño. Son grandes y miran bien abiertos, con una chispa de alegría perdida en la seriedad de la mirada. Pasado el tiempo, ya no estarán tan abiertos... Los párpados descenderán hasta medio cerrar los ojos, para velarle al Puro y Santo el exceso de mal que hay en el mundo. Solamente en los momentos de los milagros, o cuando ponga en fuga a los demonios o a la muerte, o para curar las enfermedades y los pecados; solamente entonces los abrirá, y centellearán, aún más que ahora. Pero, ni siquiera entonces tendrán esta chispa de alegría mezclada con la seriedad... La muerte y el pecado estarán cada vez más cerca y más presentes, y, con ambos, el conocimiento — con su faceta humana — de la inutilidad del sacrificio a causa de la voluntad contraria del hombre. Sólo en rarísimos momentos de alegría, por estar con los redimidos, y especialmente con los puros — generalmente niños — brillarán de júbilo estos ojos santos y buenos.
Ahora, estando con su Madre, en su casa, y con San José frente a Él, sonriéndole con amor, y con esos primitos suyos que le admiran, y con su tía, María de Alfeo, que le está acariciando, se siente feliz. Mi Jesús tiene necesidad de amor para sentirse feliz, y en este momento lo tiene.
Está vestido con una túnica suelta, de lana, de color rojo rubí claro, suave, perfectamente tejida, fina y compacta al mismo tiempo. En el cuello, por la parte de delante, en la base de las mangas largas y amplias, y en la base de la túnica, que llega hasta abajo dejando apenas ver los pies calzados con sandalias nuevas y bien hechas — no las usuales suelas sujetas al pie con unas correas —, tiene una greca, no bordada, sino tejida en un color más oscuro sobre el color rubí de la túnica. Deduzco que debe ser obra de su Madre, porque la cuñada la admira y alaba.
Su bonito pelo rubio tiene ya una tonalidad más cargada que cuando era un niño pequeño, con reflejos cobrizos en los aros de los bucles que terminan bajo las orejas; ya no son esos ricitos cortos y vaporosos de la infancia, pero tampoco es la melena de la edad adulta, ondulada, que termina a la altura de los hombros en delicada forma tubular; de todas maneras ya tiende a ésta, en color y forma.