«Señor, perdona si no te entiendo. Lo que dices es muy difícil… al menos para mí… Dices siempre que eres el Salvador y que redimirás a los que creen en ti. ¿Y entonces los que no creen, o porque no te han conocido por haber vivido antes, o porque —¡es tan grande el mundo!— no han tenido noticia de ti, cómo pueden ser salvados?»
pregunta Bartolomé.
«Ya te lo he dicho: por su vida de justos, por sus obras buenas, por esa fe suya que consideran verdadera».
«Pero no han recurrido al Salvador…».
«Pero el Salvador por ellos, también por ellos, sufrirá. ¿No consideras, Bartolmái, qué gran valor tendrán mis méritos de Hombre Dios?».
«Mi Señor, en todo caso inferiores a los de Dios, a los que, por consiguiente, posees desde siempre».
«Respuesta correcta y no correcta. Los méritos de Dios son infinitos, dices. Todo es infinito en Dios. Pero Dios no tiene méritos, en el sentido de que no ha merecido. Tiene atributos, virtudes propias suyas. Él es el que es: la Perfección, el Infinito, el Omnipotente. Pero para merecer hay que llevar a cabo, con esfuerzo, algo que sea superior a nuestra naturaleza. No es un mérito comer, por ejemplo. Pero puede ser un mérito el saber comer parcamente, haciendo verdaderos sacrificios para dar a los pobres lo que ahorramos. No es un mérito el estar callados, pero lo es cuando lo estamos no replicando contra una ofensa. Y así sucesivamente. Ahora bien, como tú puedes comprender, Dios, que es perfecto, infinito, no tiene necesidad de someterse a esfuerzo. Pero el Hombre Dios puede someterse a esfuerzo, humillando la infinita Naturaleza divina a la limitación humana, venciendo a la naturaleza humana, que no está ausente de Él ni en Él es metafórica, sino que es real, con todos sus sentidos y sentimientos, con sus posibilidades de sufrimiento y muerte, con su voluntad libre.
A nadie le gusta la muerte, especialmente si es dolorosa, precoz e inmerecida. A ninguno le gusta. Y, no obstante, todo hombre debe morir. Por tanto, el hombre debería mirar a la muerte con la misma calma con que ve que termina todo lo que tiene vida. Pues bien, Yo fuerzo a mi Humanidad a amar la muerte. No sólo esto. He elegido la vida para poder tener la muerte. Por la Humanidad. Por eso, Yo, en mi condición de Hombre-Dios, adquiero esos méritos que en mi condición de Dios no podía adquirir. Y, con ellos, que son infinitos por la forma como los adquiero, por la Naturaleza divina unida a la humana, por las virtudes de caridad y obediencia con las cuales me he puesto en condiciones de merecerlos, por la fortaleza, la justicia, la templanza, la prudencia, por todas las virtudes que he puesto en mi corazón para hacerlo grato a Dios, mi Padre, Yo tendré un poder infinito no sólo como Dios, sino como Hombre que se inmola por todos, o sea, que alcanza el límite máximo de la caridad. Lo que da el mérito es el sacrificio. Cuanto mayor es el sacrificio, mayor es el mérito. Si es completo el sacrificio, completo es el mérito; si perfecto el sacrificio, perfecto el mérito, y utilizable según la santa voluntad de la víctima, a la que el Padre dice: “¡Sea como tú quieres!”, porque la víctima le ha amado sin medida y ha amado al prójimo sin medida.
Y os digo que el más pobre de los hombres puede ser el más rico y beneficiar a un número sin medida de hermanos, si sabe amar hasta el sacrificio. Os digo que, aunque no tuvierais ni una miga de pan ni un vaso de agua ni un vestido roto, podríais hacer un bien siempre. ¿Cómo? Orando y sufriendo por los hermanos. ¿Hacer un bien a quién? A todos. ¿De qué forma? De mil maneras, todas santas, porque si supierais amar sabríais obrar como Dios, y enseñar, perdonar, administrar, y, como el Hombre-Dios, redimir».