Jesús extiende los brazos en la posición típica de los oradores. El silencio es completo.
«Quien ha venido para santificaros se ha levantado. Ha dejado la intimidad de la casa en que se ha preparado para esta misión. Se ha purificado para daros ejemplo de purificación, se ha colocado en su lugar ante los poderosos del Templo y ante el pueblo de Dios y ahora está entre vosotros: soy Yo. No como, con mente obnubilada e inquietud en el corazón, algunos de entre vosotros piensan y esperan. Más alto y más grande es el Reino del cual Yo soy el Rey futuro y al cual os llamo.
Os llamo, ¡oh vosotros de Israel!, antes que a cualquier otro pueblo, porque vosotros sois los que en los padres de los padres recibisteis la promesa de esta hora y la alianza con el Señor Altísimo. Mas no se formará este Reino con turbas de soldados ni con crueldades sangrientas, y en él no tendrán cabida ni los violentos, ni los déspotas, ni los soberbios, ni los iracundos, ni los envidiosos, o los lujuriosos, o los avaros; sí los buenos, los mansos, los continentes, los misericordiosos, los humildes, los que se muestran amantes del prójimo y de Dios, los pacientes.
¡Israel! No estás llamado a combatir contra los enemigos de fuera, sino contra los enemigos de dentro, contra los que están en cada uno de tus corazones, en el corazón de los miles y miles de hijos tuyos. Alejad de todos y cada uno de vuestros corazones la maldición del pecado, si queréis que mañana Dios os reúna y os diga: “Pueblo mío, tuyo es el Reino que ya nunca será derrotado, ni invadido, ni insidiado por enemigos”.
Mañana. ¿Cuál mañana? ¿Dentro de un año, dentro de un mes? ¡Oh, no busquéis, no busquéis conocer el futuro con sed malsana, con medios que saben a brujería culpable! Dejad a los paganos el espíritu pitón. Dejad al Dios Eterno el secreto de su tiempo. Vosotros venid a purificaros en la verdadera penitencia desde mañana, el mañana que nacerá después de esta hora de la tarde y de la que vendrá de la noche, el mañana que surgirá con el canto del gallo.
Arrepentíos de vuestros pecados para que seáis perdonados y estéis preparados para el Reino. Alejad de vosotros la maldición de la culpa. Cada uno tiene la suya. Cada uno tiene eso que es contrario a los diez mandamientos de salvación eterna. Esaminaos cada uno con sinceridad y encontraréis el punto en que habéis errado. Humildemente arrepentíos de ello con sinceridad. Desead arrepentiros. No de palabra (de Dios nadie se burla, no se le engaña), sino con la voluntad firme que os lleve a cambiar de vida, a volver a la Ley del Señor. El Reino de los Cielos os espera. Mañana.
¿Mañana?, os preguntáis. La hora de Dios, aunque venga al final de una vida longeva como la de los Patriarcas, es siempre un mañana solícito. La eternidad no tiene como medida de tiempo el lento discurrir de la clepsidra. Esas medidas de tiempo que vosotros llamáis días, meses, años, siglos, son latidos del Espíritu Eterno que os mantiene en vida. Mas vosotros sois eternos en vuestro espíritu, y debéis tener para el espíritu el mismo método de medida del tiempo que tiene vuestro Creador. Debéis decir, por tanto: “Mañana será el día de mi muerte”; que no es tal muerte para el fiel, sino reposo de espera, en espera del Mesías que abra las puertas del Cielo.
En verdad os digo que entre los presentes sólo veintisiete deberán esperar cuando mueran. Los otros serán juzgados ya antes de la muerte, y ésta será el paso inmediato a Dios o a Satanás, porque el Mesías ha venido, está entre vosotros, y os llama para daros la Buena Nueva, para instruiros en la Verdad, para llevaros al Cielo.
¡Haced penitencia! El “mañana” del Reino de los Cielos es inminente. Que os encuentre limpios para pasar a ser posesores del eterno día.
La paz sea con vosotros».