Sé por qué habéis venido, vosotros de Cafarnaúm. Y tengo la conciencia tan libre del pecado que se me atribuye — y en nombre del cual, inexistente, se me murmura a mis espaldas, insinuándoos que oírme y seguirme significa complicidad con el pecador —, que no temo dar a conocer la razón de ello a estos de Betsaida.
Entre vosotros, habitantes de Betsaida, hay algunos ancianos que no se han olvidado, por distintas razones, de la Beldad de Corazín; hay hombres que pecaron con ella, hay mujeres que por su causa lloraron. Lloraron y — aún no había venido Yo a decir: “¡Amad a quien os perjudica!” — lloraron, para después regocijarse cuando vinieron a saber que la había mordido la podredumbre que rezumaba de sus entrañas impuras hacia afuera de su espléndido cuerpo, figura de aquella lepra más grave que le había roído su alma de adúltera, homicida y meretriz. Adúltera setenta veces siete, con cualquiera, con tal de que tuviese el nombre “hombre” y tuviese dinero. Homicida siete veces siete de sus concepciones ilegítimas; meretriz sólo por vicio, ni siquiera por necesidad.
¡Os comprendo, esposas traicionadas! Comprendo vuestro regocijo, cuando se os dijo: “Las carnes de la Beldad están más fétidas y descompuestas que las de un animal muerto tendido en la cuneta de una vía transitada, presa de cuervos y gusanos”. Mas Yo os digo: sabed perdonar. Dios ha llevado a cabo vuestra venganza; luego ha perdonado. Perdonad también vosotras. Yo la he perdonado en vuestro nombre, porque sé que sois buenas, mujeres de Betsaida que me saludáis gritando: “¡Bendito sea el Cordero de Dios! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”. Si soy Cordero y me reconocéis como tal, si vengo a estar entre vosotras — Yo, Cordero —, vosotras debéis transformaros todas en ovejas mansas, incluso aquellas a las que un lejano, ya lejano dolor de esposa traicionada, inviste de instintos como los de una fiera que defiende su guarida. Yo, siendo Cordero, no podría permanecer entre vosotras si os comportarais como tigres y hienas.
Aquel que viene en el Nombre santísimo de Dios a recoger a justos y a pecadores para conducirlos al Cielo ha ido también adonde la arrepentida y le ha dicho: “Queda limpia. Ve. Expía”. Esto lo ha hecho en sábado. De esto se me acusa. Acusación oficial. La segunda acusación es el hecho de haberme acercado a una meretriz — una mujer que fue meretriz; en ese momento no era sino un alma que lloraba su pecado —.
Pues bien, digo: Lo he hecho y seguiré haciéndolo. Traedme el Libro, escrutadlo, estudiadlo, desentrañad su contenido. Encontrad, si os resulta posible, un punto que prohíba al médico atender a un enfermo, a un levita ocuparse del altar, a un sacerdote no escuchar a un fiel... sólo porque sea sábado. Yo, si lo encontráis y me lo mostráis, diré, dándome golpes de pecho: “Señor, he pecado en tu presencia y en presencia de los hombres. No soy digno de tu perdón, pero si Tú quieres mostrarte compasivo con tu siervo, te bendeciré mientras dure mi soplo vital”. Porque esa alma era una enferma, y los enfermos tienes necesidad del médico; era un altar profanado y tenía necesidad de ser purificado por un levita; era un fiel que se dirigía a llorar al Templo verdadero del Dios verdadero y tenía necesidad del sacerdote que en él le introdujera. En verdad os digo que Yo soy el Médico, el Levita, el Sacerdote. En verdad os digo que, si no cumplo con mi deber perdiendo siquiera una sola de las almas que sienten anhelo de salvación, no salvándola, Dios Padre me pedirá cuentas y me castigará por esta alma perdida.
Este sería mi pecado, según los grandes de Cafarnaúm; habría podido esperar, para hacerlo, al día siguiente del sábado. Sí. Pero, ¿por qué retardar otras veinticuatro horas la readmisión en la paz de Dios de un corazón contrito? En ese corazón había humildad verdadera, cruda sinceridad, dolor perfecto. Yo leí en ese corazón. La lepra estaba todavía en su cuerpo, mas el corazón ya no la padecía debido al bálsamo de años de arrepentimiento, de lágrimas, de expiación. Ese corazón, para que Dios se acercara a él — sin que esta cercanía contaminase el aura santa que circunda a Dios —, no tenía necesidad sino de que Yo volviera a consagrarle. Lo he hecho. Ella salió del lago limpia en la carne, sí, pero aún más limpia en el corazón.