Se lee en los Macabeos que Judas, con los suyos, habiendo recuperado, con la protección del Señor, el Templo y la Ciudad, destruyó los altares levantados a los dioses extranjeros, así como los edificios de culto, y purificó el Templo. Luego erigió otro altar, y con el pedernal produjo fuego, y ofreció los sacrificios, quemó incienso, puso las lámparas y los panes de la proposición, y luego, postrados todos en tierra, le suplicaron al Señor que no permitiera que volvieran a pecar, o que, si por propia debilidad, cayeran de nuevo en el pecado, los tratara con divina misericordia. Esto sucedía el veinticinco del mes de Kisléu.
Consideremos esta narración y apliquémosla a nosotros mismos; en efecto, toda palabra de la historia de Israel, siendo palabra de pueblo elegido, tiene un significado espiritual. La vida es siempre enseñanza. La vida de Israel es enseñanza, no sólo para el tiempo terreno, sino también para la conquista de la eternidad.
“Destruyeron los altares y los templos paganos”.
Ésta es la primera operación, la que os he indicado que hagáis al nombraros a los dioses individuales que substituyen al Dios verdadero: las idolatrías del sentido, del oro, del orgullo; los vicios capitales que conducen a la profanación y muerte del alma y del cuerpo y al castigo de Dios.
Yo no os he aplastado con esas innumerables fórmulas que al presente agobian a los fieles, y que se muestran como baluarte ante la verdadera Ley, oprimida, tapada bajo cúmulos y cúmulos de prohibiciones que son completamente externas. Tales prohibiciones, con su atosigamiento, le llevan al fiel a perder de vista la coherente, clara, santa voz del Señor que dice: “No blasfemes, no seas idólatra, no profanes las fiestas, no deshonres a los padres, no mates, no cometas fornicación, no robes, no mientas, no envidies las cosas ajenas, no desees la mujer que a otro pertenece”. Diez noes; ni uno más. Y son las diez columnas del templo del alma. En lo alto resplandece el oro del precepto santo entre los santos: “Ama a tu Dios, ama a tu prójimo”: es el remate del templo, es la protección de los cimientos, es la gloria del constructor. Sin el amor, uno no podría prestar obediencia a las diez reglas, y caerían las columnas — todas o alguna —, y el templo se derrumbaría o total o parcialmente; en todo caso, estaría destruido, inadecuado ya para acoger al Santísimo.
Haced lo que os he dicho, derribando las tres concupiscencias, dándole un nombre claro a vuestro vicio, como claro es Dios al deciros: “No hagas esto o aquello”. Es inútil entrar en sutilezas acerca de las formas. Quien tiene un amor más fuerte que el que da a Dios, cualquiera que fuera este amor, es un idólatra. Quien nombra a Dios, profesándose su siervo, y luego le desobedece, es un rebelde. Quien por avaricia trabaja en sábado es un profanador y un desconfiado y presuntuoso. Quien niega una ayuda a sus padres aduciendo pretextos, aunque diga que se trata de obras dadas a Dios, está contra Dios, que ha puesto a los padres y a las madres como figura suya sobre la Tierra. Quien mata es siempre asesino. Quien fornica es siempre lujurioso. Quien roba es siempre un ladrón. Quien miente es siempre una persona vil. Quien desea para sí lo que no es suyo es siempre un glotón que padece la más abominable de las hambres. Quien profana un tálamo es siempre un inmundo.
Es así. Y os recuerdo que después de la erección del becerro de oro vino la ira del Señor; después de la idolatría de Salomón, el cisma que dividió y debilitó a Israel; después del helenismo, aceptado (es más, bien acogido, e introducido, por judíos indignos bajo Antíoco Epifanes), vinieron nuestras actuales desventuras de espíritu, de fortuna y de nacionalidad. Os recuerdo que Nabal y Abiú, falsos siervos de Dios, fueron castigados por Yeohveh. Os recuerdo que no era santo el maná del sábado. Os recuerdo a Cam y a Absalón. Os recuerdo el pecado de David contra Urías y el de Absalón contra Amnón. Os recuerdo como acabaron Absalón y Amnón. Os recuerdo la suerte de Heliodoro, ladrón, y de Simón y Menelao. Os recuerdo el innoble final de los dos regidores embusteros que habían testificado falsamente de Susana. Y podría seguir sin hallar límite a los ejemplos.