«Escuchad — dice luego —, también hay algo para los galileos. Mi Madre escribe:
“A Jesús, mi dulce Hijo y Señor, paz y bendición.
Jonatán, siervo de su Señor, me ha traído, de parte de Juana, unos obsequiosos regalos; ella pide a su Salvador, para sí, para su esposo y para toda su casa, la bendición. Jonatán me dice que él, por orden de Cusa, va a Jerusalén, habiendo recibido la indicación de abrir de nuevo el palacio de Sión. Yo bendigo a Dios por esto, porque así puedo hacerte llegar mis palabras y mi bendición. Igualmente, María de Alfeo y Salomé envían a sus hijos besos y bendiciones. Y, dado que Jonatán ha sido extremadamente bueno, también hay saludos de la mujer de Pedro para su marido lejano, y, para Felipe y Natanael, de sus familiares. Todas vuestras mujeres, queridos hombres que os encontráis lejos, bien con la aguja, bien con el telar, y con el trabajo de la huerta, os envían ropa para estos meses de invierno, y dulce miel, aconsejándoos que la toméis con agua bien caliente en las húmedas noches. Cuidad de vosotros mismos. Esto es lo que las madres y esposas me dicen que os diga, y yo lo transmito; también a mi Hijo. No por nada nos hemos sacrificado, creedlo. Disfrutad de los humildes presentes que nosotras, discípulas de los discípulos de Cristo, damos a los siervos del Señor; dadnos sólo la alegría de saber que estáis sanos.
Ahora, amado Hijo mío, pienso que, desde hace casi un año, ya no eres todo mío. Y me parece haber vuelto al tiempo en que sabía, sí, que Tú ya habías venido, porque sentía tu pequeño corazón latir en mi seno, pero también podía decir que no habías venido todavía, porque estabas separado de mí por una barrera que me impedía acariciar tu amado cuerpo, y sólo podía adorar tu espíritu. ¡Oh, mi querido Hijo y adorable Dios!, también ahora sé que vives y que tu corazón late con el mío, jamás separado de mí aunque esté separado; pero, no te puedo acariciar, oír, servir, venerar, Mesías del Señor y de su pobre sierva.
Juana quería que fuese donde ella para que yo no estuviera sola en la fiesta de las Luminarias. Pero he preferido quedarme aquí con María a encender las lámparas; por mí y por ti. Pero aunque fuera la mayor de las reinas de la Tierra y pudiera encender mil, diez mil lámparas, estaría en la obscuridad, porque Tú no estás aquí. Mientras que, por el contrario, estaba en la perfecta luz en aquella obscura gruta cuando te tuve en mi corazón, Luz mía y Luz del mundo. Será la primera vez que me diré: ‘Mi Niño hoy tiene un año más’ sin tener a mi Niño. Y será más triste que tu primer cumpleaños en Matarea. Mas Tú llevas a cabo tu misión y yo la mía, y ambos hacemos la voluntad del Padre y trabajamos para la gloria de Dios: esto enjuga toda lágrima.
Querido Hijo, comprendo lo que haces por lo que me dicen. Como las olas desde mar abierto llevan la voz de alta mar hasta un solitario y cerrado entrante, así el eco de tu santo trabajo por la gloria del Señor llega a la tranquila casita nuestra, a oídos de tu Madre, siendo para Ella causa de júbilo, mas también de temblor; porque, si todos hablan de ti, no todos lo hacen con igual corazón. Vienen amigos, y personas que han recibido algún bien, a decirme: ‘Bendito sea el Hijo de tu vientre’, y vienen enemigos tuyos a herir mi corazón diciendo: ‘¡Sea anatema!’. Mas por éstos yo ruego, porque son unos infelices; más que los paganos, que vienen a preguntarme: ‘¿Dónde está el mago, el divino?’, y no saben que dicen una gran verdad, dentro de su error, porque verdaderamente Tú eres sacerdote y grande, que es el sentido de esa palabra para la antigua lengua, y divino eres, mi Jesús. Y yo te los mando, diciendo: ‘Está en Betania’. Porque es lo que sé que tengo que decir, hasta que Tú no lo ordenes de otra manera. Y ruego por estos que vienen a buscar salud para lo que muere, a fin de que encuentren salud para el espíritu eterno. Y, te lo suplico, no te aflijas por mi dolor: queda compensado por la gran alegría que me producen las palabras de los sanados de alma y de carne.
Pero María sufrió y sufre todavía un dolor más fuerte que el mío. No me hablan sólo a mí. José de Alfeo quiere que sepas que, durante un reciente viaje suyo de negocios a Jerusalén, le pararon y le amenazaron por causa tuya. Eran hombres del Gran Consejo. Yo creo que algún grande de aquí les dio la referencia, porque, si no, ¿quién podía conocer a José como cabeza de familia y hermano tuyo? Yo te digo esto por obediencia de mujer. Pero por mí te digo: quisiera estar a tu lado, para confortarte. De todas formas, actúa Tú, Sabiduría del Padre, sin tener en cuenta mi llanto. Simón, tu hermano, quería casi ir a ti, después de este hecho; y quería ir conmigo, pero, la estación en que estamos le ha retenido, y más aún el temor de no encontrarte, porque nos dijeron, en tono de amenaza, que Tú donde estás no puedes permanecer.
¡Hijo, Hijo mío, adorado y santo Hijo mío!, estoy con los brazos alzados como Moisés en el monte, para rogar por ti, que estás batallando contra los enemigos de Dios y tuyos, mi Jesús al que el mundo no ama.
Aquí ha muerto Lía de Isaac. Lo he sentido mucho porque fue siempre buena amiga mía. Pero el padecimiento mayor eres Tú, lejano y no amado.
Yo te bendigo, Hijo mío, y, como yo te doy paz y bendición, te ruego dársela Tú a Mamá”».