Y, llegados ante una pobre casa de la más mísera de las ciudades de Judá, no menean la cabeza diciendo: “Imposible”, sino que se inclinan reverentes, se arrodillan, sobre todo con el corazón, y adoran. Ahí, detrás de esas paredes, está Dios; ese Dios que siempre invocaron, sin atreverse, ni por asomo, a esperar que podrían verle. Le invocaron, más bien, por el bien de toda la humanidad, por “su propio” bien eterno. ¡Ah, sólo esto soñaban para ellos: poder verle, conocer, poseerle en la vida que no conocerá ni alboradas ni ocasos!
Él está ahí, tras esas pobres paredes. ¿Quién sabe si, quizás, su corazón de Niño, que es el corazón de un Dios, no siente estos tres corazones que vueltos hacia el polvo del camino tintinean: “Santo, Santo, Santo. Bendito el Señor, Dios nuestro. Gloria a Él en los Cielos altísimos, y paz a sus siervos. Gloria, gloria, gloria y bendición”? Ellos se lo preguntan con temblor de amor. Y, durante toda la noche y la mañana siguiente preparan, con la más viva oración, su espíritu para la comunión con el Dios-Niño.
No se dirigen a este altar — regazo virginal sobre el que está la Hostia divina — como hacéis vosotros, o sea, con el alma llena de preocupaciones humanas. Se olvidan del sueño y de la comida, toman las vestiduras más bellas — no por humana ostentación, sino por honorar al Rey de los reyes —. En los palacios de los soberanos, los dignatarios entran con las vestiduras más bellas; ¿no debían, acaso, ellos ir adonde este Rey con sus indumentos de fiesta? ¿Y qué fiesta mayor que ésta para ellos?
En sus lejanas patrias, muchas veces tuvieron que ataviarse elegantemente por otros hombres de su mismo rango; para festejarlos u honrarlos. Era justo, pues, humillar ante los pies del Rey supremo púrpuras y joyas, sedas y plumas preciosas. Era justo poner a sus pies, ante sus delicados piececitos, las telas de la Tierra, las gemas de la Tierra, plumajes, metales de la Tierra, para que estas cosas de la Tierra — son obras suyas — adorasen también a su Creador. Y se hubieran sentido felices si la Criaturita les hubiera ordenado que se extendieran en el suelo haciendo una alfombra viva para sus pasitos de Niño, y los hubiera pisado, Él, que había dejado las estrellas por ellos, que sólo eran polvo, polvo, polvo.