Así pues, el hombre confía su viña sin cultivar a su trabajador, el libre arbitrio, y éste empieza a cultivarla. El alma, la viña, tiene, no obstante, voz, y se la hace oír al arbitrio. Una voz sobrenatural, nutrida de voces sobrenaturales que Dios no niega nunca a las almas: la del Custodio, la de los espíritus enviados por Dios, la de la Sabiduría, la de los recuerdos sobrenaturales que toda alma recuerda aun sin la percepción exacta por parte del hombre entero. Y habla al arbitrio, con voz suave, incluso suplicante, para rogarle que la adorne con buenas plantas, y que sea activo y sabio para no hacer de ella un zarzal agreste, malo, venenoso, donde aniden serpientes y escorpiones y hagan su hura la zorra y la garduña y otros cuadrúpedos malos.
El libre albedrío no siempre es un buen cultivador; no siempre vigila la viña y la defiende con un seto infranqueable, o sea, con una voluntad firme y buena en actitud de defender al alma de ladrones y parásitos y de todas las cosas perniciosas, de los vientos violentos que podrían hacer caer las florecillas de las buenas resoluciones apenas formadas en el deseo. ¡Oh, qué alto y fuerte deberá ser el seto que hay que levantar en torno al corazón para salvarle del mal! ¡Qué atención hay que tener para que no sea forzado, para que no abran en él ni grandes aberturas — puerta para disipaciones —, ni encubiertas y pequeñas aberturas en su base, por las que se introduzcan las víboras: los siete pecados capitales! ¡Cómo hay que sachar, quemar las malas hierbas, podar, mullir el terreno, abonar con la mortificación, cuidar con el amor a Dios y al prójimo, la propia alma! Y vigilar con ojo abierto y luminoso, y con mente despierta, para que los majuelos que podían parecer buenos no se manifiesten luego dañinos; y si sucede esto, arrancarlos sin piedad: mejor es una planta sola pero perfecta, que no muchas inútiles y dañinas.
Tenemos corazones, tenemos por tanto viñas siempre trabajadas, plantadas de nuevas plantas por un desordenado cultivador que hacina nuevas plantas: este trabajo, aquella idea, aquel deseo; incluso no malos, pero que luego se dejan sin cuidar y se hacen malos; caen al suelo, se degeneran, mueren… ¡Cuántas virtudes perecen por estar mezcladas con las sensualidades, por falta de cultivo, por… en conclusión, por no estar sostenido por el amor el libre arbitrio! ¡Cuántos ladrones entran a robar, a profanar, a devastar, porque la conciencia duerme en vez de velar, porque la voluntad se enerva y se corrompe, porque el arbitrio se deja seducir y, siendo libre, se hace esclavo del Mal.
¡Fijaos, Dios le deja libre, y el arbitrio se hace esclavo de las pasiones, del pecado, de las concupiscencias, en definitiva, del Mal! Soberbia, ira, avaricia, lujuria, primero mezcladas, luego triunfadoras sobre las plantas buenas… ¡Un desastre! ¡Cuánto ardor que reseca las plantas por no existir ya la oración que es unión con Dios y, por tanto, rocío de benéfica linfa en el alma! ¡Cuánto hielo que hiela las raíces con la falta de amor a Dios y al prójimo! ¡Cuánta pobreza del terreno por rechazar el abono de la mortificación, de la humildad! ¡Qué maraña inextricable de ramas buenas y no buenas, por no tener el valor de sufrir por amputarse lo que es nocivo! Éste es el estado de un alma que tiene como custodio y cultivador un arbitrio desordenado y vuelto hacia el Mal.
Mientras que el alma que tiene un arbitrio que vive en el orden, y por tanto en la obediencia de la Ley — que ha sido dada para que el hombre sepa lo que es el orden, cómo es el orden y cómo se conserva —, y que es heroicamente fiel al Bien — porque el Bien eleva al hombre y le hace símil a Dios, mientras que el Mal le afea y le hace símil al demonio —, es una viña regada por las aguas puras, abundantes, útiles, de la fe, y adecuadamente sombreada por los árboles de la esperanza, y calentada por el sol de la caridad, corregida por la voluntad, abonada por la mortificación, ligada con la obediencia, podada por la fortaleza, conducida por la justicia, vigilada por la prudencia y por la conciencia. Y la gracia crece, ayudada por tantas cosas, crece la santidad, y la viña viene a ser un maravilloso jardín al que baja Dios a gustar sus delicias hasta que, conservándose la misma viña siempre como jardín perfecto, hasta la muerte de la criatura, Dios manda a sus ángeles que lleven este trabajo de un libre arbitrio voluntarioso y bueno al grande y eterno jardín de los Cielos.
Ciertamente, vosotros queréis este destino. Pues entonces velad para que el Demonio, el Mundo, la Carne no seduzcan a vuestro albedrío y devasten vuestra alma. Velad porque en vosotros haya amor, y no amor propio, que apaga el amor y arroja al alma a merced de las distintas sensualidades y del desorden. Velad hasta el final, y las tempestades podrán mojaros pero no dañaros, y, cargados de frutos, iréis a vuestro Señor para el premio eterno.
He terminado.