¿Cómo se funda el Reino de Dios en el mundo y en los corazones? Volviendo a la Ley mosaica o, si se ignora, con su conocimiento exacto; y, sobre todo, con la aplicación total de la Ley en uno mismo, en cada uno de los hechos y momentos de la vida. ¿Cuál es esta Ley? ¿Es algo tan severo que no se puede practicar? No. Es una serie de diez preceptos santos y fáciles, cuales incluso el hombre moralmente bueno, verdaderamente bueno, siente que debe darse a sí mismo, aunque sea uno que viva sepultado bajo el intrincado techo vegetal de las más impenetrables selvas de la misteriosa África. Y dice:
“Yo soy el Señor tu Dios, y no hay ningún otro Dios aparte de mí.
No tomes el nombre de Dios inútilmente.
Respeta el sábado según el precepto de Dios y la necesidad de la criatura.
Honra a tu padre y a tu madre si quieres vivir largamente y recibir bienes en la tierra y en el cielo.
No matarás.
No robarás.
No cometerás adulterio.
No dirás falsos testimonios contra el prójimo.
No desearás la mujer de tu prójimo.
No envidiarás las cosas ajenas”.
¿Quién es el hombre de buen corazón, aunque sea primitivo, que, al recorrer con su mirada cuanto le rodea, no se diga a sí mismo: “Todo esto no se ha podido formar por sí solo; por tanto, existe Uno, más poderoso que la naturaleza y que el propio hombre, que lo ha hecho”? Y adora a este Ser Poderoso (cuyo Nombre santísimo sabe o no sabe, pero que siente que existe). Y siente tanta reverencia por Él que, al pronunciar el nombre que le ha dado o que le enseñaron a decir para nombrarle, tiembla de reverencia, y siente que ora con el solo hecho de nombrarle con reverencia. Pues, efectivamente, es oración pronunciar el Nombre de Dios queriendo adorarle o darle a conocer a la gente que no le conoce.
Igualmente, por el simple hecho de una prudencia moral, todo hombre siente el deber de conceder descanso a sus miembros, para que resistan mientras dura la vida. Con mayor razón, el hombre que no ignora al Dios de Israel, al Creador y Señor del universo, siente que debe consagrar al Señor este descanso animal, para no ser como el jumento, que, cansado, descansa sobre el estrato de paja triturando el forraje con sus fuertes dientes.
También la sangre grita amor hacia aquellos de que procede. Lo vemos en ese pollino que corre hacia su madre que regresa de los mercados. Estaba jugando en la manada, la ha visto; se acuerda de que ella lo ha amamantado, lo ha lamido con amor, lo ha defendido, le ha dado calor. ¿Veis?: restriega sus blandos ollares contra el cuello de su madre; bota de alegría; roza su joven grupa contra el vientre que le llevó. Amar a los padres es un deber y un placer. No hay animal que no ame a la que le engendró. ¿Y entonces? ¿Será el hombre más bajo que el gusano que vive en el barro de la tierra?
El hombre moralmente bueno no mata. La violencia le produce repulsa. Siente que no es lícito quitar la vida a nadie, que sólo Dios que la dio tiene el derecho de quitarla. Y huye del homicidio.
De la misma forma, el hombre moralmente sano no se aprovecha de las cosas de los demás. Prefiere comer un pedazo de pan con conciencia tranquila junto a la fuente argentina, que no un suculento asado fruto de un robo; prefiere dormir en el suelo con la cabeza sobre una piedra, y sobre su cabeza las estrellas amigas derramando paz y consuelo a la conciencia honesta, que no el sueño agitado en una cama conseguida con latrocinio.
Y, si es moralmente sano, no desea otras mujeres no suyas; no entra, ensuciando y con vileza, en tálamo ajeno. En la mujer de su amigo ve una hermana y no tiene para con ella miradas ni deseos distintos de los que se tienen con una hermana.
El hombre de corazón recto, aunque sólo sea naturalmente recto, sin más conocimiento del Bien sino aquel que le viene de su buena conciencia, no se permite nunca testificar lo que no es verdadero, pareciéndole ello lo mismo que un homicidio o un hurto… y efectivamente es así. Como es honesto su corazón, honestos son sus labios, y, como su corazón y sus labios, honestas son sus miradas, por lo cual no pone su apetito en la mujer de otro. Ni siquiera apetece, porque siente que apetecer es el primer estímulo para pecar. Y no envidia. Porque es bueno. El que es bueno no envidia nunca. Está tranquilo con su suerte.